Ondarreta

Conforme se hace de noche, sentados juntos en un banco de Ondarreta, me miras y siento un escalofrío hasta los huesos. Comencé a sentirte sola, deseando que hubiese pasado de largo aquel maldito día de comida, sin estudiar. Que ese giro del destino no hubiese nunca llegado.

Paseamos hasta el Peine de los vientos, un poco confundidos, lo recuerdo como si fuese hoy. Paramos y nos dejamos inundar por la luz alterna del faro. Sentimos el calor de una noche de primavera, golpeándonos como el sonido de un tren. Dejándonos llevar por este giro del destino.

Sonaba Dylan, allá lejos, qué raro, verdad?. Tú paseabas por los soportales de la plaza de la Constitución. Yo me asomé, dejando que mi sombra la alargara la falsa luz amarilla del Hamabost. Dejaste caer una moneda en la mano de un ciego que pretendía tocar la txalaparta sin moverse mucho y sentado y se te notaba que comenzabas a olvidar este giro del destino que fui para ti.

Me desperté, desierta la habitación, buscándote por todos lados y empapada en sudor. Parecía, en realidad, no importarme. Abrí el ventanuco que da al patio de luz, sintiendo que la mancha de humedad tomaba la grotesca forma de una paloma negra que me ayudaba a sentirme vacía. De verdad, no fui capaz de relacionarlo con ese fugaz giro del destino.

Podía oír el tic-tac de todos los relojes, mientras no paraban de sonar los aullidos de boda bereber del segundo izquierda. Tampoco imagine que podría formar parte de ese giro del destino.


En el puerto, rodeada de yonkis, pienso que algún día volverás para salvarme, para escogerme de nuevo. ¿Cuánto habré de esperar para ese nuevo giro del destino?

Sentir y conocerse por dentro es casi pecado. Sobre todo sentir. De conocerse no digo nada. Creo que fuiste mi mitad perdida, esa que todas parecemos ir buscando. Debí perder en alguna otra vida el anillo, ese que me regalaste ayer, pensando que era lo que me unía a ti. Yo nací tarde, como siempre. Tarde. Pero debió ser otro giro equivocado del destino. Lo que al fin al cabo he sido para ti.

Cándida Melocreo

 

Julio, tras la partida de Cándida "...sentado a las nueve de la noche en los suburbios de Donosti, cuando el sirimiri aburre y todo lo demás, hunde.".
Escribe.

Querido hermano:


No hemos muerto, que ya es suficiente. ¡Qué difícil es todo en la distancia!. Sobre todo el amor, ¿verdad?. El bicho sentimental que es el hombre sólo percibe lo evidente, seguro y lo que puede tocar. Eso parece.

Comienzo hablándote de sentimientos porque el laberinto del que no encuentro salida ahora mismo gira en torno a esa maraña de pulsiones y emociones inquietas en que se convierte la vida cuando menos lo esperas.

Aquí no va escrita una disculpa al amor despechado e incomprendido del otro lado del Atlántico, al italiano emigrado que dejó a un hermano puesto en el río de plata aquel para que yo lo encontrará, varado en su traje de Armani y cámara en mano, enseñando con gallardía lo que todos esperábamos ver.

Aquí, lo que va escrito es una confesión humilde y sincera de un hombre que ha naufragado en el mar del amor verdadero. Del que duele y araña y por el que entregamos el cuaderno de bitácora a la sirena que nos lo exige. ¿Y sabes que ocurre cuando estás inundado por un sentimiento, por cualquiera de ellos?. Que anula, eclipsa, mata, emsombrece, paraliza o inhibe la emoción, siquiera la risa, la capacidad de sentirse afectado por cualquier otra llamada que no sea la del pico de la amada.

La palidez en la comunicación que establezco recientemente afecta a todos los órdenes de mi vida. Por mí, podría caerse otro muro en Berlín, que no hay otro fin de la historia que no sea el mío, náufrago de la vida, sin ética, sin moral, sin amigos y sin ánimo.

Para colmar este crisol químico de mi cabeza, se cruza un cambio de destino profesional en ciernes. Me marcho a Madrid a mediados del mes próximo. A un trabajo sin objetivo ni medios. Sin fin ni motivo. Sin interés ni ganas. Caigo en el cazo ardiente de la pseudo política rastrera y onanista del ceo de turno. Pero, esto, como podrás adivinar, es secundario. ¿Irse? ¿estar? ¿quedarse? Nunca he llegado a estar aquí, ahora que lo pienso. Esto no es lo importante.

El trabajo había decaído vertiginosa y peligrosamente en los últimos meses. Creo que, de manera consciente, se ha ido desmembrando el tejido virtual que nos unía, lo que conseguía hacernos creer a todos que estar aquí, trabajando para esto y con el resto de gente, era realmente importante. Que cada uno lo éramos para los demás y que este grupo, así, unido, podría beberse un barril de cerveza, caerse de risa juntos o hacer fácil lo imposible, sin contar las horas, ni la dedicación ni la pasión por el trabajo.

Personal y profesionalmente, me siento decepcionado. Me decepciono personalmente cuando me encuentro entregado al sublime éxtasis del amor haciendo añicos el patrón que me ha traído aquí, a lo que creía ser. Profesionalmente, me ha conseguido fatigar el cabezazo contra la pared y, sobre todo, me ha hastiado la ilusión. Por qué hace falta tener ilusión para trabajar, por tu trabajo?. Eso que se me salía por lo ojos hablando del trabajo o de todo lo "importante". Junto con el patrón moral de la persona ha caído este otro. ¡Qué confusión!, ¿verdad?. Todo mezclado. Pertenezco a esta generación que no sabe vivir sin el trabajo, que lo mezcla todo y que parece estar siempre intentado ser un poco más feliz que el segundo anterior.

Entre todo, ¿quién se acuerda de ti?. Yo me acuerdo, hermano. Y así, con este "testamento vital" que te entrego, te ofrezco, además, la responsabilidad del secreto de confesión. Sólo tú y Dios (¿o quizás tendría que haber dicho Dylan?) lo sabéis. Un proverbio chino dice: "Si no quieres que nadie lo sepa, no lo hagas". Yo además, de hacerlo, te lo cuento. ¿Estaré loco?.

Julio Telocrés

 

Dita
(Cándida de pequeñita)

Cómo explicarlo. Casi un sinsentido. Su vida en esos años transcurría desde la puerta de su vieja casa hasta la esquina. Esa pequeña gran distancia era el mundo al que accedía y allí, su mayor desafío: rozar con su costado derecho un balcón panzón de hierro que, pintado oscuro, asomaba desde la pared. Todas-las-paredes-igual-de-ásperas, igual de calientes en las yemas de sus dedos.

Una vez cruzó desde sudeste a noroeste aquella cuadra de la calle en que vivía. Diagonal que comenzó desde abajo de un tilo achaparrado cuya menor altura no daba crédito de los años que allí llevaba de testigo (sólo en un cuadradito de tierra, cercano a las baldosas té con leche, enmarcado en cemento. Igualito que ella).

Hacía mucho calor y fue durante la siesta. Su papá dormía con la tarde, como lo hacía desde siempre después del almuerzo. De vez en cuando pasaba un automóvil por la calle y el zumbido que venía desde lejos se iba agrandando, se trepaba por la ventana, inundaba su habitación para luego volver a salir y perderse.

Melocreo, su papá, tenía la profesión de técnico oculista. Aquella vocación por las lentes la había dirigido hacia la cinematografía y, lo que en principio fue un pasatiempo, lo transformó por necesidad en un trabajo: Ismael Tito Melocreo proyectaba películas de 16 milímetros en los cumpleaños infantiles.

Usaba zapatos acordonados que brillaban igual que el fijador en su pelo: canoso y estirado para atrás. Pequeñito, limpiaba a cada momento sus anteojos que traslucían unos ojos grises de gris gastado; el señor Melocreo, tenía una rara mirada de tristeza y complicidad.

Siempre estaba impecable.

 

Un perro verde

A medida que crecí, iba siendo consciente de cómo el regalo de mi papá parecía condicionar las decisiones que me acompañaban. Nunca supe si mi nombre fue algún tipo de broma o de venganza que sólo tenía sentido acompañada de mi apellido, ya que no encontré en mi árbol familiar un ancestro que lo justificara. No era hombre de bromas, mi padre, así que, de mayor, sólo vi posible la venganza por la muerte de mi mamá al darme a luz. Mi mamá, la pobre (siempre decía lo mismo cuando la mentaba él: "tu mamá, la pobre"), tan linda, blanca y sonriente en esa eterna película que él veía a solas para darle las buenas noches. Cada noche: Rrrrrrrrrrrrrr, flap, flap, flap, flap,.... y la luz blanca que, al final del corto de su vida, salía de la "habitación del cine".

Despierta siempre, cada noche atenta al beso que él le daba después del "te quiero, Luz". Atenta a ese beso y al te quiero que yo ya asumía mío, pero que nunca me dio y que, claro, yo no lo pedí por miedo a que me lo negara. Al entrar en la habitación (flap, flap, flap, flap,... rrrrrrrrrrr) me dejaba cegar, sólo un instante, por la luz de cinematógrafo. Un instante nada más antes del "venga, papaíto. Que ya acabó". Cada noche igual, bañada en blanco, lo besaba en la frente, le quitaba los anteojos, impolutos y stop. "Hasta mañana, Dita".

Mi nombre y mi apellido, ¡qué gracia en el cole!. Y después. Acabé entrando en cada chiste y cada cuento: "Ayer me comí dos sapos, Candi". "¿Viste el burro con alas, Dita?", "un perro verde, un perro verde!!". Al principio, no entendía y luego, me dejaba hacer, como con Julio.

Así conseguí, además de lo que de mí contaba mi cédula, una personalidad ilusa y crédula que sólo me ayudó a que todo me costara doble. Por niña, por jovencita, por mujer y por ese regalo de mi papá.

Siempre doble esfuerzo para tener las notas y para conseguir el trabajo. Igual cada vez porque, con ese nombre y con este sexo, ¿quién me iba a tomar en serio...?.

¿Y Julio?. Julio vino después de junio y antes de agosto, en eterno ciclo. Igual que mayo, pasó, hermoso, inundado de luz también cegadora, perfumado de azahar y caricias. Oloroso y prometiendo verano no tuve más remedio que creerlo. Ya llegará agosto...

Cándida Melocreo.

 

Lenticularis

El limpiaparabrisas barre de derecha a izquierda. De izquierda a derecha. Derecha a izquierda. Empuja el agua hacia abajo y el vidrio se hace pintas otra vez. Se empaña y Julio le pasa la mano para hacerlo transparente ("para ver qué, después de todo", piensa).

La ambulancia a la que persigue por la ruta sólo deja ver sus puertas blancas encandiladas por él hasta la mitad. El alrededor se ilumina cuando pasa el ambar del techo en la oscuridad de la noche, en la misma forma en que gira desde el viernes en su automóvil un compacto de St. Germain. Lo sube para no escuchar la sirena, y Clara, su mujer, sigue atónita mirando al frente.

Va rápido. Muy rápido. Tan rápido y certero como se había iniciado ese interminable fin de semana.

Julio almorzaba con su hija el viernes cuando le llamó su madre para anunciarle que "él" se había ido. Sin saber de quién le hablaba, de inmediato comprendió aquél lenguaje que sólo entienden quienes comparten un código oculto: miembros de una sociedad formada y consolidada durante toda una vida (a pesar de las terapias individuales).

La faja del pavimento es brillante y Julio siente la humedad de la autopista en el volante ("…que si tiene bigotes? Vea, el arrojado a las vías del tren ya no tiene cara. Da igual.").

En la ambulancia viajan sus dos hermanos y lo acompañan de regreso. Julio ha ido a buscarlo, como corriéndolo calle abajo, alguna vez, hace mucho. Muchísimo tiempo, después del cole.

Un llamado lo había conducido a un hospital de provincia, en donde lo encuentra a él sobre una camilla. Dormido vestido. Qué poco elegante. Inconsciente desde el viernes, le dicen, por cuanto ellos desconocen que ese atolondramiento lo lleva consigo desde siempre y sin ayudarse con ingestas masivas de tranquilizantes.

Clara lo aguarda afuera, y mientras comienza a llover nuevamente, ve pasar el desfile de enfermos de urgencia. Lo acompaña entonces al hotel en donde lo encontraron la noche anterior (después de todo siempre hay que honrar las cuentas).

Porqué le oprime el pecho esa habitación. Está parado frente al espejo del baño y se refleja desde allí una botella de vino encima de la liviana mesita de luz de color marrón claro (no advertirá hasta muchos días después, que su extrañeza es por el blanco en lugar del tinto. "Zaragozano con Coca Cola, debió ser").

El piano de St. Germain desaparece de sus oídos por momentos. Julio había elaborado el duelo de por vida y ahora debería elaborar la resurrección.

Las nubes indican que el tiempo empeorará.

 

ISOMETRICOS

"El amor es lo eterno y no lo amado, dice un verso de Cernuda".
(Manuel Vicent)

En las figuras a continuación se observan a dos atletas de élite mundial sosteniendo la barra sobre la cabeza con los brazos estirados, la tensión isométrica es en ese momento preponderante. Y es en esos momentos, en que este deportista hace uso de la fuerza isométrica previamente desarrollada en sus entrenamientos. Atletas como él consiguen una mejoría notable en la coordinación intramuscular y pueden así permanecer, en esa posición final, hasta que el juez le dé la señal de bajar la barra.

Aguantar qué después de todo. Y con qué sentido.

Me he preguntado en estos días en qué momento mi tolerancia se transformó en indolencia. Y encontré la respuesta cuando recordé el preciso instante en el que lo valioso que justificaba aquella paciencia, dejo de serlo.

Vamos Julio, no me vengas con esas pajerías. Que si tu padre ha intentado apurar la muerte y tu trabajo es la muerte, no es suficiente el trago como para colmarme con todo este luto.

¿Duelo? Antes la angustia. Ese diario, firme e invariable padecimiento que te pesa en las cejas y te frunce la mirada. Que te pulsa las piernas hasta sentir el vértigo. Ese turbado deseo de correr en el lugar para atrincherarte bajo las mantas. Fría y en silencio. Sintiendo el propio cuerpo.

Deja ya de dibujar soberbio ese círculo en el aire con el dedo índice mientras predicas sobre la conformación de la estructura social, su significación y el beneficio de dormir con medias de algodón. Ya no es seductor y ni siquiera gracioso. Es patético.

Náufraga de la barbarie romántica, la dominación afectiva me dio entrenamiento en la espera permanente. Ofrendada en sacrificio: vertida en el altar cual libación profana (quizá leche, quizá miel).

Mantener por años la respiración y aguardar incrédula que el tanteo nocturno me depare otra vida.

Habré de resistir hasta el final en esta posición. Hasta que pueda o hasta que el juez dé la señal.

Clara de Telocrés.

Echada a los pies de una estatua de Valle Inclán
(viendo las nubes pasar)

Siempre es posible encontrar, en esta ciudad, un hueco amable para el sol y la lluvia, la gente y las almas, casi todas vacías. El mío cambia, pero prefiero reposar el almuerzo a los pies del maestro Valle, que son los tuyos, Julio. Porque, ¿no fue la decadencia, el esperpento y mi minusvalía las que me arrastraron a ti?. Decadencia física de mis cuarenta años cumplidos que tú hiciste revivir, el esperpento de un amor que creí fiel y eterno y mi tara de patito feo que, ungiendo tus manos, creí curada por el milagro de tu mirada. Fui Lázaro que anduvo bajo tu cuerpo y tus ojos.

Por encima del sombrero de bronce, las nubes pasan sin hacer ruido. Yo no las oigo, como no oigo a mi corazón. ¿Qué corazón es este mío en el que no cabe lo me dejaste, Julio?. Cómo llenar lo que ya está saturado de vacío?.

De vuelta a este despacho cruel, oigo tu nombre a cada rato. Un Julio que llama y provoca la risa fácil de mi compañera, la de la liga tecnológica. ¿Arrastra el nombre esa facilidad?. Tú también me hacías reír constante y saludablemente. Arriba, abajo, de la mano o de lejos, sólo con tu gesto. ¡Qué ilusión confundir la risa con la felicidad!. ¡Qué feliz me creí!. En esta alma que me queda, que no me habla o no escucho, resuenan aún tus caricias, sonoridad ultrajante que me pierde en recuerdos. Y al recordar, ¡cómo siento, Julio!. ¡Cómo te traigo a mí cada vez que tu voz resuena en mi cabeza!. No hay misterio: es pura teoría de los sentimientos: su digestión trae, regurgitados, el sabor de tus besos a mi boca, de la que no dejo escapar aliento alguno por miedo a que sea el último.

Otra vez, ya está ahí ese maldito julio que hace reír a esta de al lado. Y agosto sin llegar...

Cándida Melocreo.

 

SOPA

Al mediodía, al volver del colegio y subir por la entrada de servicio, en el pallier siempre había olor a sopa.

Cuando estaba frente a la puerta esperando a que me abrieran, aparecía de la nada la señora de Livieri, vecina del departamento de al lado. Siempre fallaba en la empresa de evitar sus dedos pellizcando mi cachete de la cara -y a mi me sobraban entonces- acompañado de un sórdido "qué rico" que disparaba desde atrás de sus grandes anteojos de cristales verdes.

Ahora, cuando vuelvo, solo se ve un desfile de motos que dejan paquetitos en bolsas camiseta.

Si la abuela de Norberto, mi vecino de entonces, viviera aún, pararía la "Knitax" ahora mismo a mediamañana, para ponerse a hervir verduras en lugar de pedir por teléfono que sigan robándose el perfume de casa.

 

Cerca del río
(between darkness and wonder)

"Un día me dijeron que la felicidad consiste en no querer moverse de donde uno está.".
Xavier Velasco, El diablo guardián

Cándida y Julio llevan más de tres horas juntos.

En una inagotable vertiente de interiores confesados, ella, sólo ha parado de hablar durante un segundo para beber un sorbito de su jugo de naranja (servido dentro de un ridículo vaso de bonete invertido con pajita acordeón). Retoma el aire y sin evidenciar esfuerzo alguno por volver al relato continúa hilvanando una idea detrás de otra, a pesar de que el milésimo de profundo silencio entre sus palabras la traiciona: "no mires la hora, Julio, no mires la hora".

Julio la estudia con ternura y curiosidad. A veces le hace una mueca de aprobación o de rechazo para fingir que la está escuchando ya que él puede predecir el que dirá y cuáles son sus deseos sin margen de error: con devoción religiosa ha descifrado la vida de Cándida en la misma forma en que un experto secuencia el genoma. Ahora printea una nueva imagen de Cándida para llevársela consigo.

Los largos dedos de Cándida -"...de pianista decía mamá..."- juegan sobre la mesa. Está cruzada de piernas y mientras su flacura flota suavemente dentro de un pantalón negro y una blusa blanca, su mirada reposa en él por unos instantes.

Alrededor, la tarde se ha detenido aunque en la piel ya comienza a sentirse la humedad nocturna del río. Ellos pueden ser dos figuras esfumadas y hasta invisibles de uno de los tantos Cadaqués de Iturria, pero allí está el inevitable roce accidental del dorso de sus manos.

La oscuridad comienza. No quieren irse. O tal vez irse juntos. Quién sabe.